“Desgraciado el país
que necesita héroes.”
Bertolt Bretch
Hoy asistimos a la cuenta regresiva de los gobiernos
populistas que América Latina tuvo desde comienzos de siglo a la fecha.
En el pasado conocimos dos variantes demagógicas, por un
lado, el paternalismo y por otro el populismo. No son lo mismo, pero ambos
socaban la función y el funcionario, porque si bien difieren en las formas de
hacer política, fomentan por igual el amiguismo.
Las organizaciones suelen ser de dos tipos: paternales o
impersonales. En estas las órdenes se dan por escrito y las funciones están
todas reglamentadas con manuales que especifican la tarea concreta de cada uno.
En las paternales las cosas funcionan en virtud de la sensibilidad de quien
manda, los funcionarios negocian su situación y el jefe es “bueno” o “malo”,
según como a cada cual le vaya allí adentro.
Las organizaciones paternalistas siempre dejan insatisfecho a
todo el mundo, porque para ser bueno y conceder licencias generosas porque un
familiar está enfermo, por ejemplo, hay que ser muy malo con los demás y
sobrecargarlos de trabajo. Esa es la causa por la cual los jefes o jefas
paternalistas son muy queridos por unos y muy odiados por otros.
Las organizaciones paternalistas pierden de vista que el
funcionario es para la función y no la función para el funcionario. Pero más
allá de esto, el Estado Paternalista no deja de ser una maquinaria
complaciente, en donde hasta para cambiar de oficina hay que ser el amigo del
amigo del amigo. No se mira las tareas ni en términos de eficacia ni de eficiencia,
sino en virtud de a quien se le cae bien y a quién no.
El paternalismo hizo época a principios de siglo y duró hasta
la crisis del 29’ que en el Uruguay comenzó en el 31’, para tener un reflote en
el período de post guerra con el neo batllismo y colapsar en los años 60’.
El populismo en cambio es otra cosa mucho peor y consiste en
ser generoso con los bolsillos ajenos. Mientras el paternalista busca
intermediar en términos bonapartistas atemperando los conflictos sociales que
generan los grupos de presión, el populismo fractura a la sociedad desde una
retórica incendiaria y de barricada.
Si bien es cierto que el paternalismo puede ser visto como un
falso bonapartismo porque se apoya en los intereses creados, sin embargo, en el
marco de los intereses difusos –empleado, empleador, inquilino, propietario,
consumidor, productor-, trata de buscar soluciones consensuadas. El populista en
cambio aún hoy sigue viendo a Morelos agitar desde un balcón la bandera
mexicana, a Sandino andando a caballo, a Tiradentes descuartizado en la plaza
pública y al Chacho Peñaloza degollado por los “salvajes unitarios”. Como decía
Octavio Paz, no le sirve “un héroe de oficina pública”. Mientras el
paternalismo busca una burocracia sin rostro humano, el populista toma a una
figura y desde el más primitivo culto a la personalidad le rinde pleitesía
hasta límites irracionales de devoción caudillista.
El populismo gobierna señalando al diablo con el dedo a lo
Chávez, Kirchner’s, Mujica, Lula o Evo Morales, como si hubiera existido alguna
vez en el Virreinato un destino manifiesto, pero al revés de la doctrina
Monroe, “América para los americanos”, del sur en este caso. Vinieron a
levantar las banderas que ayer cayeron en el combate, a darla y a liquidarla.
Mientras el paternalismo prioriza la educación pública laica,
gratuita y obligatoria y trata de que los pobres no sean tan pobres y los ricos
tan ricos, creando una clase media, el populismo degrada a la sociedad en un
asistencialismo sin contraprestación alguna, generando dos países, como si la
pobreza fuera algo que hay que defender y no disminuir.
Ya están a la defensiva, tratando de echarle la culpa a los
demás del desastre que generaron en plena bonanza económica, solo que esta vez
los espera la prisión.