viernes, 21 de noviembre de 2014

El amor en los tiempos del cambio climático.



          En otro tiempo, por los años 90’, tu ibas caminando por la calle Gorlero en Punta del Este y no era nada infrecuente ver jóvenes que se cortaban el pelo a un centímetro y se dejaban crecer una cola de gallo en el medio de la cabeza, que pintaban de rojo. Con lentes negros caminaban a pasos rápidos, como si fueran perritos que se perdieron.
        Los miraba y pensaba para mis adentros “¡Qué soledad interna más grande hay en ellos y pensar que no son de malas familias!”.
        Soy del tiempo, un poquito más acá del jopo y de Clemente Collins, en donde tú, cuando conocías una chica la invitabas a tomar un refresco en un bar, conversabas, le pedías el teléfono y luego la llamabas; ella iba a tu casa, conversaba con tus padres y después te invitaba a la casa de ella. Allí te presentaba los suyos y en determinado momento ‑era de rigor‑, le pedías la mano al padre. Infrecuente era el caso de mi madre y mis tías, que el padre le diera un piñazo al pretendiente o lo corriera con un cuchillo por la calle.
        Una vez que el padre te aceptaba, ella te invitaba nuevamente a su casa y conversabas en el zaguán.
        La madre se ponía a tejer en un lugar que no la pudieran ver y cada tanto inventaba una excusa para romper la conversación. Hecho este que en realidad era un puntazo con mucho hilo, como diciendo “Mirá que no me chupo el dedo”.
        Sorteadas estas horcas caudinas del amor de aquel entonces, ella iba a tu casa y se encerraba contigo en tu cuarto. No eras tú quien se acostaba con ella y tenía su primera relación sexual, sino antes bien era ella la que te desvestía. Hacías el amor tapado en las sábanas y frazadas, con la luz apagada.
        A partir de allí se iniciaba el romance de largas caminatas tomados de la mano.
        Como en un tango, un farol, un portón, un zaguán bajo un cielo de verano.
        Hoy en día, y me manejo siempre dentro de la clase media, una barrita de muchachos por un lado y chiquilinas de tacones altos por el otro, no se hablan, se ladran.
        Mientras ellos en su expansividad bobean, ellas conversan bajito entre sí. Están horas o toda la noche en ese estado y allá por las 7 de la mañana, ellas se van juntas a tomar el ómnibus y ellos empiezan a los gritos a hacer como que las van a violar, pero no pasa nada y ahí termina la cosa.
        Lo pienso y digo para mí, hasta donde no era mejor aquella “represión”, que ésta “liberación”.
        Porque aquella escalada represiva que vivimos en el pasado, fue liberadora en el fondo, en cambio este progresismo “liberador”, conduce a la más cruel de las soledades, la separatidad y la incomunicación entre las personas.
        Hoy por hoy, existen machos alfa desconcertados y mujeres castrantes a las que la vida les mueve el piso.
        Son hijos de padres divorciados y carecen de modelo de comportamiento para cosas tan elementales como dirigirse al otro sexo, en el marco de códigos mínimos de relacionamiento social.