En
la Argentina están divididos entre dos sectores claramente diferenciados. Los
que quieren un cambio tibio, suave, gatopardismo y los que no quieren que les
toquen absolutamente nada y, además, se están preparando para “ir por todo”.
Los
primeros están contra el gobierno pero no quieren que la sangre llegue al río y
los otros, los defensores del status quo kirchnerista están dispuestos a
cualquier barbaridad con tal de seguir perpetuandose en el poder.
Entre
esas dos posturas, nadie quiere volver al “que se vayan todos” y lo que cada
bando busca es mantener sus chacras y privilegios estamentarios.
Esto
significa en buen romance que hay una patota enquistada en el poder, que más
que “robar a cuatro manos” se dedica a expoliar a la población. Robar es conjunción
del interés público con el privado en el marco del enriquecimiento ilícito,
pero expoliar es mucho más, es vaciar las arcas del estado.
Lo
que el violentismo de los quedantes -los que quieren que todo siga igual- y el
tibio espíritu de cambio de quienes se oponen demuestra hasta la evidencia, es
la debilidad del operador económico argentino, un empresariado amiguista
acostumbrado a vivir de prebendas y subsidios, gente que teme perder esas
cuotas de poder y que si bien no está de acuerdo con la destrucción sistemática
de la economía a la que el kirchnerismo los conduce, tampoco está dispuesto a
ir más allá de lo que sus intereses momentáneos le indican.
En
ese proceso Argentina se hunde y constata una amarga verdad. De la crisis de
fines de noviembre de 2001 a la fecha, no supo resolver ninguna cuestión
estructural. La clase media consume, pero no acumula. El ahorro interno no
existe, sino la evasión sistemática. Descubren ahora que nadie crece porque
engorde y que no bien el escenario económico internacional venga a plantear
otra realidad menos benigna que la que se ha vivido hasta ahora, el desplome
los conduce a un vacío tan grande como aquel que creyeron dejar atrás en los
años de bonanza.
Si
esto se lo traduce al plano político se constata fácilmente que la dificultad
de la oposición para presentar una alternativa creíble ante la gente está
ligada al nivel de atomización en que viven. No son conscientes de la necesidad
de tener ámbitos de coordinación y acuerdos puntuales para objetivos inmediatos.
Carecen de un proyecto global alternativo y en el supuesto caso de lograr un
éxito momentáneo, les falta el nivel de presencia política que tiene el
peronismo, provincia por provincia, partido por partido hasta los confines del
territorio argentino.
Tienen
las mismas dificultades organizativas que la clase media encuentra cuando ve
peligrar su situación. Protestan pero no combaten. No saben hacerlo
civilizadamente. Están acostumbrados a vivir como súbditos de un poder omnímodo
o enfrentar eso con rebeldía. No aprendieron a ser ciudadanos, a organizarse en
partidos, a coordinar y unificar esfuerzos y ofrecer una salida de carácter
global abarcativa de un proyecto de país.
En
Argentina no están en juego proyectos de país, sino figuras y ambiciones personales.
“El
drama de España -decía Unamuno- no es el Gobierno, el drama de España es la
oposición”. Parece dicho a la medida de la realidad argentina: el drama es la
incapacidad de la oposición para revertir ese gobierno.
“Los
peronistas -decía Borges- no son ni buenos, ni malos, son incorregibles”. El
problema argentino es como sacarse eso de encima en el marco de la
gobernabilidad que un proyecto distinto debe tener, porque hasta ahora,
lamentablemente, los gobiernos radicales fracasaron todos, del viejo y peludo
Yrigoyen, hasta Ilía, Alfonsín o De La Rúa.
El
radicalismo huele a fracaso trágico, porque no lo dejan gobernar, pero siempre
hay que coordinar con él, porque es la única fuerza que tiene presencia de
aparato organizado provincia por provincia, partido por partido. Cuida su
aparato político de tal modo que al otro
día de una alianza, pasada las elecciones lo primero que hace es quitarse de
encima ese aliado. Es una secta, de gente selecta, muy culta, elevada y
ateneísta al estilo del 900’.
La
izquierda no peronista o anti peronista es la expresión de las mentalidades más
atolondradas que uno pueda imaginar: van de un intelectualismo intrascendente a
la prepotencia más energúmena que se pueda concebir.
Los
sectores liberales dicen grandes verdades y hablan muy bien, pero parecen
condenados a predicar en el desierto.
Más
allá de esta insuficiencia en la oposición, el gran problema argentino, como
decía Perina, es el presidencialismo que concentra absolutamente todos los
temas y no deja margen a ninguna distribución de poder. El Presidente o la
Presidenta es vida y milagro y todo gira en función de lo que haga o deje de
decir. No existe una adecuada distribución de los tres poderes del estado, sino
que tanto el Legislativo como el Judicial son apéndices de ese presidencialismo
concentrador. La idiosincrasia del argentino está permeada en el unicato y el culto
a la personalidad. No entiende que un estado de derecho tiene reglas de juego
que son independientes de quien se siente en el sillón presidencial.
El
estado carece a su vez de profesionalismo. Es ganar un sector político para que
inmediatamente despidan a los funcionarios que entraron con el anterior y esa
es la causa por la cual cuando llegan las elecciones arde Troya en las
provincias. Con un cambio de gobierno se juegan el puesto de trabajo. No existe
el concepto de que ser funcionario del estado, no es ser funcionario de un
partido y que una cosa es el presupuestado y otra bien distinta el funcionario
de especial confianza política. Es un juego de suma cero en donde el que gana
se queda con todo y eso apunta al descaecimiento de la función pública, una
estructura de sinecuras y favores. En este orden de cosas hoy no se salva ni la
cúpula militar argentina y sus cuatro mandos principales. Es el grupo de amigos
del brujo Carlos Zannini, quien toma el mando, pasando por encima de hasta
veinte generales en mejor posición profesional que los designados.
El
plan de reestructuración del brujo incluye todo: presupuesto, inteligencia,
equipamiento, nombramientos. Este maoísta que opera desde La Cámpora ya no se
limita a extender su control sobre ambientes profesionales, universitarios,
periodísticos y económicos, sino que al parecer también entra en la esfera
militar. No es el fracaso de la Campaña Antártica con su hundimiento de dos
buques, ni el incidente de la Fragata Libertad, retenida en Ghana como prenda
de una deuda impagada por el gobierno el motivo de los nuevos nombramientos,
sino la excusa del caso para avanzar en el mismo proceso que conduce a la
subordinación del Poder Judicial. Es el deseo insaciable del kirchnerismo por
controlar todos los resortes del estado.
A
la gente le importa poco la corrupción porque el sistema prebendario y
favoritista basado en el amiguismo, para sostenerse es una gran caja que
distribuye dinero al servicio del más increíble clientelismo político. Cuando
el sistema colapsa son muchedumbres robando, matando, asaltando y disparando de
un lugar a otro. Todos temen tocar fondo. Por eso Menem ganó dos veces -por el
temor a la quiebra del plan austral de Alfonsín- y los Kirchner también, por el
miedo a retornar a la crisis del 2001. Es siempre el mismo miedo a avanzar
cayendo hacia el pasado.
Hoy
estamos en presencia de la crónica de una muerte anunciada y están preparando
el garrote para cuando ya no exista más la zanahoria.