En
una democracia los ciudadanos participan en las diversas instancias comiciales a
las cuales el sistema constitucional les habilita. Pueden tener más
participación si así lo desean, pero la única que importa es aquella que la
Constitución ordena como
obligatoria.
La
política es para el hombre, no el hombre para la política.
El
ciudadano vota y al elegir a sus representantes son estos quienes tienen la
responsabilidad de gobernar y rendirle cuentas a la gente de sus actuaciones.
En
política existen también lo que se llama estructuras intermedias de los
partidos, como existen igualmente quienes pasados los comicios están con sus
votantes más tiempo que el indicado y siguen moviéndose allí en donde ya
pasaron las elecciones.
Lo
novedoso en el caso de la fuerza que hoy nos gobierna es la peregrina idea de
que el representado debe sustituir lo que el representante no hace.
Ninguna
fuerza política genera participación por disciplina, mandato o decreto, sino
porque alienta en algunos ciertas expectativas y tiene la capacidad convocante
para lograrlo. Que esas expectativas generen luego profundos desengaños es un
tema que tendrán que pensar aquellos que hacen de la política un puro diletantismo,
un estado de agitación permanente sin finalidades claras a la vista, una
necesidad de organizarse por razones fisiológicas.
La
agitación activista es todo, los objetivos no importan, parecen decirnos, en la
creencia de que en el solo compromiso por participar y en el condicionamiento
emocional que ese hecho genera, allí está lo esencial.
Son
tesituras que a la larga no se aguantan porque conducen hacia adentro, al
desgaste del activista y hacia los demás al ridículo social; los que ven eso de
afuera, los miran como unos enfermos que viven en un micro clima cerrado,
queriendo fabricar la realidad.
La
misma gente se los fue sacando de encima durante los años 90’. Esa es la causa
por la cual ya no queda nada de “los históricos” o fundacionales en la fuerza que hoy nos
gobierna.
Pero
lo peor de todo, de esta tesitura participacionista
son las concomitancias sociales que genera a su pesar. Mentalidad sectaria,
despectiva de los demás, internismo ciego sin entendimiento político genérico y
un espíritu de sustitución de los otros. Terminan siendo más los creadores de
partidos, que los miembros de esos partidos, más los inventores de sindicatos
que los que van a esos sindicatos, más los organizadores estudiantiles que los
estudiantes que los acompañan: son todos caciques, no hay indios.
El
tema de la participación en el Uruguay es algo consagrado por la Constitución
que hoy nos rige. Hay elecciones internas, parlamentarias, presuntamente
balotaje y luego elecciones municipales, amén del funcionamiento de las
convenciones de cada partido. El Uruguay se gobierna durante 3 años, porque ya
a mediados del cuarto año todo el mundo comienza a barajar posibilidades para
la nueva elección. Más participación es imposible concebir.
Querer
que las cuestiones de carácter públicas se solucionen con la “participación” de
los gobernados –“tenemos voluntariado” como decía Topolansky y todavía los
estamos esperando-, empieza siendo un primitivismo político y llevado al nivel
de los reclamos actuales, una forma de no asumir responsabilidad en la quinta
gestión municipal del Frente. La ciudad se cae a pedazos y gobiernan desde
1990. Es una de las ciudades más caras del mundo, gobernada con voracidad
fiscal y nadie sabe a dónde van a parar esos dineros del contribuyente.
Criticar
a la gente, porque no hace el trabajo para la cual esa gente a ellos les está
pagando, es un indicador claro –digan lo que digan las encuestas- que el Frente
ya inició su cuenta regresiva.